martes, 5 de noviembre de 2013

Nada engaña más que los recuerdos

El nórdico permanecía arrugado adquiriendo la forma de una oruga textilizada. Se aferraba a él con todas sus fuerzas, como aquellas noches de antaño en las que intentaba alejar a los monstruos de debajo de la cama, tapándose bajo las mantas. Con el tiempo descubrió que los monstruos no son seres tan fantásticos.

El viento estaba demasiado ebrio aquella noche de otoño. Se tropezaba torpemente con todo lo que pillaba en su camino, por ello las ventanas retumbaban repetidamente. Imaginó unas manos que la sobresaltaran calmándola en el mismo segundo. Bendita controversia la del ser humano. Pero solo la rozaba aquel ropaje de cama que había adquirido una forma tan extraña envuelta en ella misma.

La tenue luz de la calle entraba en su cuarto iluminando la estancia con un brillo diferente. Comenzó a escuchar las voces de aquel submundo continuo separado por tan solo un tabique. El televisor gritaba algún absurdo comentario de programa no recomendado. No recomendado por ella, está claro.

Su instinto cotilla la hizo desconectar de sus pensamientos psicópatas sobre aquellas sombras extrañas que, una eterna silla llena de ropa, proyectaba en la pared. Pero no conseguía descifrar que clase de individuo podría ocupar tal espacio contiguo. Dio rienda a suelta a su imaginación, pues el dormir siempre era una opción secundaria, y se aventuró a imaginar que existiría al otro lado de la habitación.

De pronto un sentimiento conocido se apoderó de ella. La voz procedente del televisor la resultaba muy familiar. Tanto, que la trasladó hasta los once años. Se vio con una coleta alta que dejaba caer el cabello en aquellos hombros cargados con esa nueva mochila, entrando por la puerta de casa oliendo a tortilla de patata desde el portal. En el salón, su padre permanecía con ojos encendidos enfrente de un televisor que narraba un partido de fútbol. La misma voz que ahora escuchaba en aquella noche de otoño.

Ya no la importaba la identidad de aquel otro ser nocturno. Ya no veía monstruos en la ropa.
Por unos minutos, al menos, dejó de sentirse mayor.
Por unos minutos, dejó de sentirse sola.

©SandraLópezOrtiz_uca

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