jueves, 28 de noviembre de 2013

¿Y por qué no?

¿Por qué yo no puedo? ¿Por qué a mi no me toca? O, ¿por qué a mi me toca siempre? Que prepotencia egocéntrica la del ser humano cuando cree que todos los males recaen sobre él mismo. Como si el crupier del más allá repartiese siempre las mismas cartas al idéntico jugador. Iluso. Hay demasiados players en esta ronda azarosa que es la vida.

¿Pero acaso no todos tenemos complejo de "Show de Truman"? ¿No es cierto eso de que en realidad todos buscamos lo mismo? Que nos preocupan las mismas cosas. Pensó en aquello que escuchó en alguna película. Eso de que el decir que todos somos especiales es una forma edulcorada de afirmar que todos somos iguales. Quizás era verdad. Pero no la interesaba adentrarse en aquella reflexión. Restos de cerveza en su cerebro la animaban a huir de profundos pensamientos y a escapar.

Que fácil es huir a veces, y cuando menos, tentador. Pero en ocasiones la mente es una habitación hermética. La resultaba tremendamente difícil salir de sus propios pensamientos. Hasta el punto de aburrirse como espectadora de su propia conciencia, pues la película se repetía una y otra vez burlándose de su estropeado reproductor cerebral.

A menudo la perseguía la culpabilidad. ¿Su problema era no saber elegir al adecuado compañero de partida? O ¿es que era demasiado exigente? Y si esta última cuestión era cierta, ¿por qué no iba a serlo? ¿No se merecía el todo? ¿El 100%? ¿El full de ases? ¿El órdago? ¿Un ace? ¿Un triple desde la otra canasta? Si ella no exigía, quien lo iba a hacer.

Volvió a encontrarse en un punto que la resultaba familiar, aunque con más peso en sus espaldas y rodeada de nueva gente. Todo volvía a ser igual pero todo era diferente.

©SandraLópezOrtiz_uca

martes, 5 de noviembre de 2013

Nada engaña más que los recuerdos

El nórdico permanecía arrugado adquiriendo la forma de una oruga textilizada. Se aferraba a él con todas sus fuerzas, como aquellas noches de antaño en las que intentaba alejar a los monstruos de debajo de la cama, tapándose bajo las mantas. Con el tiempo descubrió que los monstruos no son seres tan fantásticos.

El viento estaba demasiado ebrio aquella noche de otoño. Se tropezaba torpemente con todo lo que pillaba en su camino, por ello las ventanas retumbaban repetidamente. Imaginó unas manos que la sobresaltaran calmándola en el mismo segundo. Bendita controversia la del ser humano. Pero solo la rozaba aquel ropaje de cama que había adquirido una forma tan extraña envuelta en ella misma.

La tenue luz de la calle entraba en su cuarto iluminando la estancia con un brillo diferente. Comenzó a escuchar las voces de aquel submundo continuo separado por tan solo un tabique. El televisor gritaba algún absurdo comentario de programa no recomendado. No recomendado por ella, está claro.

Su instinto cotilla la hizo desconectar de sus pensamientos psicópatas sobre aquellas sombras extrañas que, una eterna silla llena de ropa, proyectaba en la pared. Pero no conseguía descifrar que clase de individuo podría ocupar tal espacio contiguo. Dio rienda a suelta a su imaginación, pues el dormir siempre era una opción secundaria, y se aventuró a imaginar que existiría al otro lado de la habitación.

De pronto un sentimiento conocido se apoderó de ella. La voz procedente del televisor la resultaba muy familiar. Tanto, que la trasladó hasta los once años. Se vio con una coleta alta que dejaba caer el cabello en aquellos hombros cargados con esa nueva mochila, entrando por la puerta de casa oliendo a tortilla de patata desde el portal. En el salón, su padre permanecía con ojos encendidos enfrente de un televisor que narraba un partido de fútbol. La misma voz que ahora escuchaba en aquella noche de otoño.

Ya no la importaba la identidad de aquel otro ser nocturno. Ya no veía monstruos en la ropa.
Por unos minutos, al menos, dejó de sentirse mayor.
Por unos minutos, dejó de sentirse sola.

©SandraLópezOrtiz_uca